1 de febrero de 2012

La marca de la desgracia

Seguidores si aún existen quisiera disculparme por no subir nada en tres meses, me vi involucrado en otros proyectos, y sufrí de la famosa página en blanco, la cual por fin he podido vencer. Muchas Gracias por recibirme nuevamente, esta vez sin seudónimos e  iniciando una faceta más seria. Un abrazo. Agradezco su lectura.

La marca de la desgracia.
(Basada en una historia real)
Prólogo


Suspiraste profundamente pensando en ella, en lo mucho que la amaste, en la maldita enfermedad que se la llevó para siempre. Veías a Elsa en tu frágil memoria; estaba tan bella como siempre. “¿Por qué la vida es injusta?”, pensabas en tus momentos de lucidez. Habías perdido a dos de tus hijas en un terrible accidente, es que tal vez cargabas una maldición; quizás la muerte la llevabas marcada desde siempre, Lucho.

“Si existes, Dios, pues, ¿por qué no me tuviste piedad?”, reclamabas a tus adentros, mientras le pedías con señas a Marcela que te encendiera un cigarrillo, para matarte poco a poco como siempre lo habías hecho y reencontrarte por fin con tus seres queridos. Ella era como tu hija, la habías rescatado de una familia destruida en Ayacucho cuando ella era sólo una niña.

La habías criado como a tu hija; le diste educación y un hogar sin pedir nada a cambio. Probablemente, si no la hubieras rescatado, tal vez ella hubiera sido persuadida por Sendero para unirse a sus fuerzas, o aniquilada en muchas de las matanzas de este mismo grupo terrorista. Te quería como un padre, y prueba de ello es que seguía ahí contigo, cuidándote.

Muy pocas personas, además de Rosa, tu hija, iban a visitarte uno que otro alumno fiel que contigo aprendió que la vida no siempre es justa y tu hermano Julio quien ya desde hace algunos meses no iba a verte. Le habías perdido el sentido a los días, querías que se termine de una vez. Sabías bien que tus otros hermanos no iban a verte porque preferían quedarse con el recuerdo de un hombre brillante, lúcido que dominaba las matemáticas, como un titiritero y que a través de la enseñanza universitaria de la ingeniería, había logrado realizarse. Formó usted a muchos profesionales de buenos valores, profesor Alkasabal, como te llamaban respetuosamente tus alumnos.

Seguías conectado a la máquina que te mantenía con vida, trataste de decir que querías tomar agua, pero la palabra simplemente se enredaba al llegar a tu lengua. Qué tristeza, habías dado tantas charlas sobre la superación personal, tantas clases sobre la importancia de la ingeniería civil en toda sociedad, y ahora no podías pronunciar palabra alguna. Maldecías tu suerte casi a diario, ¿era posible tanta crueldad? Te reprochabas haber pasado más tiempo enseñando que con tu familia. ¿Cómo eran las cosas, no? amabas a tu familia más que a nada y pasabas más tiempo entre números, salones de clase y pizarras con ecuaciones; es que la vida no es solo felicidad, ¿verdad Luchito? Eras un hombre muy inteligente, responsable, asiduo a la rutina y si algo se te podía reprochar era que en estos últimos años pasabas horas, a veces hasta noches enteras apostando a las carreras de caballos; qué se iba a hacer, a todos tus hermanos les encantaba la cosa, lo llevabas en la sangre.

Giraste la cabeza como pudiste y te fijaste en una fotografía: era antigua. En ese entonces solo existían en blanco y negro, en ella salía toda tu familia. Tu padre, aquel hombre con una historia admirable, nacido en Líbano, fue una de las muchas víctimas del fanatismo religioso. Sus padres fueron asesinados por los musulmanes, y él, por, suerte pudo escapar junto a dos de sus hermanos. Llegó a Barcelona y se estableció un par de años hasta que le dieron la orden de regresar a su país, entonces decide tomar el primer barco hacia América sin importar a qué país fuese. Es entonces que sin saberlo si quiera se embarcó al Perú, extraña coincidencia, de no ser por eso, no hubieras existido Luchito, pues tus padres nunca se hubieran conocido.

Tu padre llegó por el norte, por una ciudad que si la vieras no la reconocerías pues en tu época, era un conjunto de pueblos unidos por un ferrocarril, llamado Chiclayo. Evocabas cómo salías a correr con tu hermano Miguel siguiendo al ferrocarril, cómo jugabas con muñecos de barro cada vez que el mar subía y dejaba la tierra mojada y como cada Navidad con un esfuerzo inmenso de tu progenitor, conseguían comer pavo. Eran humildes pero felices. Una lágrima se escurría por tu rostro cuando de pronto todo se nubló, pensaste que por fin ya te ibas, que dejarías ese cuerpo cansado, envenenado por el tabaco, quizás Dios te había escuchado después de todo; pero no era verdad. A lo lejos escuchabas la voz de Marcela y sentías como golpeaba tu espalda, te habías atorado, fue solo un susto.

Más lágrimas salían de tus ojos, sin embargo, su causa ya no era la melancolía, sino la rabia que te daba el seguir vivo, en toda tu razón, dándote cuenta de todo, y no poder comunicarte, más que por señas y gestos que eran difíciles de entender. La noche había anunciado por fin su llegada, pero tú no querías dormir, querías seguir recordando los buenos tiempos aquellos en los que podías sonreír, aquellos en los que nadie faltaba en la fotos familiares, aquellos en los que según recordabas fuiste feliz.

Lima, 1 de Febrero del 2012       
Mauricio Chereque Lizarzaburu
  


*Corrección Cortesía de: Andrea Crigna Dongo




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