23 de noviembre de 2011

Un hombre, una pipa y un recuerdo más alla del mar


Un hombre, una pipa y un recuerdo más allá del mar

Me miró a los ojos e hizo un gesto melancólico de despedida, como si supiera que esa sería la última ocasión en la que nos veríamos; al menos en esta vida. Caminó hacia el mar; había dado una gran batalla. Tenía pronosticados siete días más de vida, si es que se mantenía postrado en una cama, conectado a un respirador y sin poder observar por última vez, el bello atardecer. Me dejó encargado de su funeral, cremación; y de informarles a sus familiares con las palabras que él dejó escritas en una servilleta; en alguna de las muchas visitas al hospital que le hice. La servilleta decía literalmente lo siguiente: “Lamento informarle del sensible fallecimiento de Sigfrido Galiástegui, por favor no tenga usted el descaro de venir a visitarlo ahora que ha muerto, cuando hace años lo hubiera podido hacer, cuando él estaba con vida.” Me habían encomendado una tarea que no quería aceptar, pero al final tuve que hacerla como un favor hacia un hombre cuya pintoresca y singular forma de ser, y sus únicos y sabios consejos, habían hecho de mí una mejor persona. Aún recuerdo cuando lo conocí, tenía yo diecisiete años, y era un ·cachimbo· de la Universidad Católica; él en ese entonces dictaba clases  de Historia en los Estudios Generales de Letras y por extraña coincidencia le tocó enseñarme a mí.
En aquel tiempo yo era lo que se llama ·el chacota· de la clase y más de una vez fui retirado del aula. Nunca imaginé que ese profesor, que me sacaba del aula , llegaría a ser el mejor amigo que jamás había tenido. El licenciado Galiástegui, como lo conocí, nunca decía su nombre, al parecer lo detestaba; se hacía llamar, licenciado; recién ahora que escribo esto me doy cuenta porque odiaba su nombre. Yo era el más movido del grupo, el que más bajas notas tenía, el que estaba en la universidad casi por obligación, y por supuesto, el que iba a todas y cada una de las fiestas a romper la pista de baile, conquistando a chicas de un noche, y besando a desconocidas. La verdad es que yo era el perfecto chico de diecisiete años, desinteresado e inmaduro y que en lo único que pensaba era en discotecas, mujeres y por supuesto alcohol.

Mis padres nunca mostraron ese agudo interés que normalmente un padre siente por sus hijos, estaban tan ensimismados por la llegada del tercer hijo después de dieciséis años y que toda cosa que yo hiciera era transparente para ellos. Mi hermanos menor, era el clásico músico de quinto de secundaria, que no sabía qué estudiar y que a lo mejor optaría por entrar al conservatorio musical. Cierta vez fui con él a una fiesta, pero el solo hecho de tener que beber alcohol para ·empilarse·, le desagrado. Y desde esa vez no volví a ir con él a ninguna fiesta.
Yo solía ir a la universidad en un carro, para ese entonces viejo, que mi padre me había regalado al ingresar a la universidad, era un Toyota del  año 1992. En aquel auto había vivido las mejores fiestas de mi vida, me arrepiento de decir que muchas  veces manejé en estado etílico a altas horas de la noche por la panamericana sur, luego de cada fiestón en boulevard de Asia. Aún sigo manejando mi fiel Toyota, para ir a mi centro de estudios, a través del circuito de playas, observando el mar, aquel lugar donde ahora el profesor pertenece, y en el que algún día nos volveremos a encontrar.

Me acuerdo como si fuera ayer, de mi graduación, en la que todos mis ·patas del alma·, que vivieron conmigo la etapa escolar, quedaron en llamarme al menos una vez al mes para revivir buenos momentos que ahora se ven tan lejanos, como es de suponer nunca lo hicieron, y yo tampoco lo hice; no nos hemos visto en cinco años. Cuando recién ingrese a la universidad mis compañeros de clase me raparon y me volví un popular ·cachimbo·. Normalmente mis notas en el colegio eran regulares, pero con la exigencia de la universidad y mi ya conocida irresponsabilidad, bajé mi promedio drásticamente, aprobando, eso sí, con mínima nota aprobatoria, la mayoría de los cursos y los que nos los desaprobaba. En ese entonces el curso que más detestaba era por supuesto matemáticas; sin embargo el curso más aburrido era historia con el licenciado Galiástegui. Sus charlas filosóficas sobre como Alejandro Magno conquistó a los persas o sobre como Nerón mandó a incendiar Roma; eran para mí verdaderamente inaguantables. Debe ser por ello, que yo me la pasaba conversando, bromeando y hasta riendo a carcajadas en la mayoría de sus clases; esto hacía que el profesor Galiástegui se enfadara, y me sacara de sus clases. A lo largo de aquel año nuestra relación fue del mal en peor. En ciertas ocasiones lo enervaba tanto, que simple y llanamente no dejaba que entrara a sus clases, y por consecuencia, me reprobaba.

Aún me acuerdo de aquella noche en la que empecé a abrir los ojos y en la que me di cuenta del poco valor de las personas con las que solía juntarme; y por la que también valoré cada una de las cosas que tenía y las muchas que había perdido por mi comportamiento. Pero, ¿qué fue lo que sucedió?, era un viernes trece, lo recuerdo bien, y estaba de fiesta de una discoteca en la calle Berlín, en Miraflores. Bailaba como siempre, divirtiéndome con una bella chica de ojos verdes que me mintió diciéndome que estaba sola, yo, confiado en sus palabras; seguí bailando  muy cerca a ella cuando me atreví y la besé. Ella me apartó al instante, reclamando mi atrevimiento; a lo lejos a través de las luces entrecortadas apareció un hombre alto, fornido, con una pinta de matón y cara de estar molesto; era su novio. Al enterarse de lo sucedido me propinó tal paliza, que el solo hecho de describirla es doloroso. Bastará con decir que atravesé, rompiendo la puerta de vidrio y aterricé en el pavimento de la fría calle en medio  de la penumbra. Tenía varias contusiones y raspones, producto de la golpiza; sentía que el rostro ya se me estaba hinchando, cuando a lo lejos divisé la silueta de un hombre flaco de unos cincuenta años que vestía una chaqueta negra y que venía fumando una pipa. Al aproximarse, me di cuenta con asombro que era nada menos que el licenciado Galiástegui. Se acercó a mí, yo estaba apoyado en la pared, con todo el cuerpo lastimado. Me preguntó que me había pasado; yo adolorido le expliqué lo sucedido y él, noblemente, me ayudó a ponerme de pie. Me llevó a su departamento que estaba por allí cerca y  me limpió las heridas. Me di cuenta de que ninguna de mis ·amigos· habían acudido a mi ayuda, y quien menos esperé que me ayudaría lo terminó haciendo. Esa noche charlamos de todo, me enteré de su nombre, del porque enseñaba historia; y lo más importante desde esa noche le prometí y me prometí cambiar.
A esa charla, le siguieron muchas otras, en las que me contaba anécdotas, todas y cada una de ellas con una lección o enseñanza. Me sugirió, además, que no fumara nunca, que de ese vicio era muy difícil salir y que lo único que acarraría sería la vaga y temporal satisfacción que el aspirar tabaco daba. Me dijo, también, que él fumaba en pipa porque los cigarrillos le parecían demasiado temporales, demasiado comunes , en cambio, su fiel pipa llevaba ya con él más de cuarenta años, y junto a ella aspiraba asperezas y se aislaba de la realidad para componer sus versos. Los tenía todos bajo llave en un cajón de su despacho. Escribía contra la realidad, contra la injusticia, y contra los mal llamados ·amigos· que lo único que hacían era llevar a uno por el mal camino, y terminar hundiéndolo en un abismo del que era imposible escapar. Cierta vez le noté, ciertas manchas en el brazo,  pero no le comenté nada acerca de ella pues no quería incomodarlo. Lo que si le sugerí fue que publicara sus versos, esos que escribía; a lo que él rotundamente se negó diciéndome que aquellos versos eran su único tesoro y que perderlos sería como perder a un hijo. En cierta forma recién ahora que escribo esto me doy cuenta que estaba en lo cierto.

Me convertí en un alumno aplicado, cambié las fiestas, por las lecturas, cambié la diversión por el estudio, por el cual descubrí que a largo plazo da más satisfacciones que el primero; cambié también a las chicas fáciles, por los compromisos serios, y a los ·amigos·, por las verdaderas amistades como la que sembré con Sigfrido Galiástegui. A propósito de su nombre, cierta vez me mencionó que se llamaba como su padre y el día de ayer en el funeral, me enteré que su madre lo crió sola, por lo que no me sorprendería que su padre haya sido el motivo por el cual el licenciado rechazaba tanto a las personas que elegían el camino fácil y que lo único que hacían bien era llevar a más gente por el mal camino.

Cuando me enteré de su enfermedad, ya que el hecho de que estuviera vivo, era un milagro médico, le habían dicho que tendría dos semanas más de vida, una para despedirse de la vida y la otra para hacer experimentos de células madre, en un estado de coma inducido. Fui a visitarlo al hospital con lágrimas en los ojos; al verme me dijo que no había que llorar, que luego de su partida, nos volveríamos a encontrar en el limbo que los católicos llaman cielo, y los budistas nirvana.
Esa semana siguió dando clases en la universidad haciendo caso omiso a las indicaciones de descanso extremo dadas por el médico. Su estado ya era penoso, había adelgazado aún más de lo que ya era y tenía la piel pegada al hueso, por la que se le escurrían una que otra vena delgada. Para el día viernes, ya tenía constantes desmayos, el sábado descansó, pues el domingo emprendería su última travesía que llevaría a cabo el domingo al atardecer. Fue este día cuando me dejó a cargo de su funeral y posterior cremación, para esta, pidió ser incinerado junto con sus versos, su más preciado tesoro y me pidió que lo acompañara a emprender su última travesía y que cumpliera su último deseo arrojando sus cenizas al mar junto con su fiel pipa. Me explico con voz tenue, que su travesía consistía en caminar descalzo por la arena de una playa, con la camisa desabotonada y llegar lo más cerca posible a la orilla para exhalar su último aliento  sintiendo la suave brisa marina humedeciendo su rostro.  

El domingo al mediodía lo lleve a la playa, se bajo del coche dándome un abrazo, diciéndome que era uno en un millón los que se salvaban del abismo, y que yo era uno de ellos. Se quitó los zapatos y empezó su último caminar. Ya casi llegando a su meta, volteó, me miró a los ojos y me hizo un gesto melancólico de despedida como si supiera acaso que esa sería la última vez que nos veríamos.  Siguió caminando hacia su inminente destino. Llegó a la orilla y expiró, al mismo tiempo que el sol se escondía debajo del mar, y el mundo se privaba para siempre de la luz de Sigfrido Galiástegui.      
       Lima, 23 de Noviembre
   Thiago Zaramir



14 de noviembre de 2011

Number 23


Queridos seguidores, quisiera compartir con ustedes mi cuento ganador del segundo lugar, de los juegos florales de Adecopa.
Number 23
“You could rip a piece of paper into a hundred thousand million pieces and you still would have no idea,” she told me on that lonely autumn day when we both felt the first winter chill creep in.
“You could burn up all the grass and all the fields of Calvin Coolidge High School into smoldering ash, and you wouldn’t have a clue.”
We were lying in the biggest pile of leaves in the neighborhood, a pile we had raked ourselves (at her father’s gentle suggestion), lying head to head as she finally poured it all out.
“You could pick all the most beautiful flowers, wrench them from the comfort of their homes, and throw them off the highest cliff, watch them fall into the abyss to be forgotten, and you would never really know.”
She had just turned fifteen two weeks ago; I was still stuck behind at fourteen with months ahead of me. We had known each other for eight years, since we first poked fun at each other on the playgrounds of first grade, and here she was, telling it like it is.

“You could tear out all the hair on your head, rip all the freckles off your face and arms, and stomp on them until they’re a twisted, matted mess, and you couldn’t understand.”
I lay there with her, both of us entombed together in our momentary creation, and was all too aware of my silence. I couldn’t help it; there was nothing in my short life that had prepared me to react to the situation at hand, nothing to compare to this, and I could think of nothing to say. We lay, watching the slow drift of carefree clouds across the pale blue sky, watching the partially clothed trees as they lazily shed another article of disguise. These were the days of ending, of fading and letting go; these were the days of release, and she was releasing everything into the air of our temporary refuge.
“It’s not fair,” she said bluntly, the words stinging the air like the bitter breeze when it kicked up and whipped our faces. “It’s not fair.”
“I know,” I whispered softly, unsure and at a loss as to what else to say. “I know, and I’m sorry.” I immediately felt stupid, selfish saying that, out of touch and ashamed, but I was helpless to the situation. I felt helpless and hopeless, cold inside in a way that had nothing to do with the encroaching end of the year.
“It’s like -” she started, and trailed off. “Like everything you ever wanted…”
We slipped into an endless silence, and I knew she was crying. She was my best friend, had been my only best friend, had lived down the street and around the corner from me for as long as I could remember. We had wandered through the paths in our neighbourhood, explored the massive woods nearby in comfortable silence, but this was by far the worst. Everything now felt hollow, empty. The days of running and laughing through the wide open fields, of sitting on swings and staring up at the stars, of getting muddy and hunting for frogs in Three-Mile Creek, they felt so far away from this decaying pile of plant matter that we had made our sanctuary.
She sniffed back a tear and I reached for her arm, the only warmth amongst the crackling red and orange and gold. “I’m sorry,” I whispered again. I wanted to fill the chill air with words and comfort and reassurance, anything, but nothing would come. My hand slid down her arm and came to rest in hers, and we lay there, soaking in the bony skeletons of the birch and oak that blotted the sky.
“It’s not real,” she said – “it can’t be real. It was never supposed to come to this.” We laid there immersed in our silence, at a loss for words, for two hours as the sun sank low, vacillating back and forth between disbelief and silence. What it is and what could have been. Dry eyes and tears.
“Hey Meg!” her father called eventually from the front porch. “Why don’t you come on inside?”
“Coming!” she called, and turned to me. She looked me up and down, covered in leaves, and laughed. “You look ridiculous!” she said, burying me in the rest of the pile and rolling out into the grass. We stood up, brushing leaves from our clothes, and I offered a tentative smile. “I’ll see ya tomorrow, Meg,” I said uncertainly.
“She grabbed me and pulled me in close. “Of course, Tommy,” she said happily. “See you tomorrow.”
The next day, she was gone. I came home from school and burst through our front door, calling “Hey Mom!” over my shoulder as I raced my younger brother to the top of the stairs. Skidding into my room to unpack my bag, the ringing of the phone reverberated throughout the house. Faintly, I heard my mother answer, and continued throwing my books onto my bed. I had just changed my shirt and was searching for where I flung my shoes when the knock came at my door.
“Tommy?” she said, opening it slightly, and before she said anything else, I knew. A coldness swept through me as I jammed my foot into my shoe and pushed past my mother, ignoring her calls, and sprinted out the door. Hitting the cold asphalt of the road, I raced toward the corner with a growing, internal plea  of “no no no no no no no” careening around my head, each word keeping pace with my steps. Reaching the corner I hurtled onto the next street, gaining steam and running flat out, disregarding the pain in my stomach and legs. I reached number 23 Hemlock Street in what must have been a record time and stopped in the driveway, catching my breath. The house sat empty, shorn of life, and I stared back at it, unbelieving. Everything dropped out of me and I nearly fell, staggering sideways into the yard. I was in a fog, my thoughts consumed by the faltering refrain in my head. It was with a jolt that I reached the pile of leaves, slightly disfigured by the autumn wind, but with two distinct imprints marking their territory. Two distinct outlines the size of two idealistic kids. Two reserved spaces with only one body to fill them both.
Slowly, I lowered myself into my perfectly molded, red, orange and gold chamber. There was no sun today as I looked up from our beautifully crafted safe haven, just grey skies and freezing temperatures. It was November 19th, the coldest day of the year so far, and the last leaves from the birch and oak above me were slowly, one by one, detaching themselves from the safety of their branches and letting go, twirling gently toward their final repose. The days were fading, the year was ending, the trees were letting go and, lying right here, I thought, she had had her release. I hadn’t said a word of meaning, had laid right next to her and soaked it all in while we watched the sun sink and the trees give it all up, and she had, I hoped, had her release. We laid there in silence and soaked in the Autumn, soaking in the best friendship, soaking in the years and the memories and the conversations and then, before anyone could help it, she was gone. Hot tears rolled down my face as I laid in our carefully plotted hideaway, destined to remain only half-full for as long as it lasted. The day, again, was ending and I laid, again, in a helpless silence. As I stared through the naked branches above, in our frozen, brittle fortress of leaves, it began, softly at first, then gaining steam, to snow.
I sat up, watching the decaying red, the dying orange, the fading gold, turn gradually to white. Standing, I turned once more to number 23 Hemlock Street, glanced once more at the blank windows of the living room I knew so well, and surveyed for the last time the carefully raked pile of leaves, occupancy two, the biggest pile on the street, as the two noticeable indentations filled gradually with white. Gradually transformed to something new. Fading, but still a clear reminder.
The year was ending, but not everything was gone forever.

11 de noviembre de 2011

Entre Telones

Nota:
Seguidores, si es que aún los tengo, me disculpo enormemente por no haber podido subir ninguna entrada por tanto tiempo,  me sucedieron echos irónicos: mi ordenador voló, y la reparación demoró un mes, esto sin contar la inmensa cantidad de actividades en las que he estado sumido este  último mes. Bueno sin más palabreos les dejo aquí una cuento romántico, como los que hace mucho tiempo que no subía. Agradezco su comprensión.
 Entre Telones
Ariana caminaba sola entre la llovizna por la solitaria avenida Comandante Espinar, de Miraflores. Hace poco había cumplido veinte años  y aun vivía con sus padres, en un lujoso departamento de San Isidro; su padre era dueño de una de las más grandes empresas del país, y ella era la única hija de la familia, sus hermanos ya estaban casados y vivían en otras casas con sus respectivas esposas. Su mayor sueño era ser actriz, pero no cualquier actriz sino aquellas que quedan en el recuerdo, por su carisma y su increíble libertad para representar un personaje. Cursó estudios en un exclusivo colegio de Monterrico, e ingresó a varias universidades. Sin embargo siempre abandonaba la carrera, pues su verdadera vocación era vivir sobre las tablas y esperar ansiosamente a que se abran los  telones.
***
Comandante Espinar parecía una avenida desolada, y no en la que todos los días pasaban miles de autos. Había salido a caminar luego de una acalorada  discusión con sus padres, no la dejaban seguir su vocación, empecinados con que esta la llevaría al fracaso y que acabaría casada con algún don nadie que solo se aprovecharía de su herencia. Ella sabía que eso era una posibilidad, pero de ninguna manera era razón para dejar el teatro y peor aún hacer otra cosa que no fuera actuar.  Ya llegaba a la avenida Angamos cuando, leyó en un boletín pegado al poste, que la mañana siguiente habrían audiciones en el teatro Canout,  para una obra llamada “Amor Entre Telones”. Le pareció tan interesante que apuntó el número del organizador y regreso a su casa , fingiendo que no pasaba nada, esa noche durmió pensando en cómo sería si le dieran el papel, y ella fuera la encargada de protagonizar a un ser ficticio por primera vez en un papel serio, fuera de alguna obra escolar. Abrió los ojos, por fin era sábado, se levantó rápidamente, corrió al lavabo, se miró  en el espejo, su rostro embozaba una pícara sonrisa. Por fin podría demostrar su talento con personas que la entenderían y admirarían. Salió a desayunar, se había puesto la mejor  combinación de ropa que tenía, según ella. Su madre al verla tan alegre,  le pregunto a donde saldría, y ella mintiéndole le respondió que iría al cine con sus amigas del colegio que hace mucho tiempo que no veía.  Su mamá le creyó confiando en la recta formación que le había dado a su hija.
***
Realizó la audición , le dieron el protagónico ; los encargados de la audición eran el guionista y el director. Le dijeron que el papel, era como si se hubiese escrito para ella. A ella se le salieron lagrimas de felicidad, por fin tendría su primer papel protagónico, y la gran oportunidad de brillar. La invitaron a quedarse hasta el final de la audición, de modo que conociera a sus compañeros de reparto.  Conoció allí al guionista y congenió casi instantáneamente con este, se enteró  que el director de la obra había sido alumno de uno de los mejores actores del Perú, Alberto Isola.  Al finalizar, las audiciones este le invito a almorzar y ella acepto con gusto. Se llamaba Santiago Arburu,  y era alumno de literatura de una de las más prestigiosas universidades del Perú. Coincidían en muchas cosas desde su nombre preferido, hasta en el hecho de que ambos habían tenido fracasos amorosos.
***
Pasaron dos semanas y por fin se dio el gran estreno, los aplausos en su mayoría eran dirigidos hacia Ariana, había tenido un excelente debut y  las personas del medio artístico la empezaron a llenar de elogios. Una vez finalizada, Santiago la volvió a invitar a almorzar; ella hacía poco le había dicho que le gustaba otro chico que no tuviera esperanzas que eso solo lo haría sufrir más. Él se había dado cuenta que ella lo quería solo como amigo, y eso a él lo carcomía por dentro, pues en ella había encontrado a aquella personita perfecta, que todo el mundo busca encontrar. No importaba que a ella le gustaba otra porque el de ser posible la esperaría por siempre, y de no ser así quedaría como su amigo, quizás uno de los mejores, pues una amistad tan estrecha como aquella que nació entre telones y vocaciones, es simplemente imposible de olvidar.
                Thiago Zaramir Ahmed
                                Lima, 11 de Noviembre del 2011