Un hombre, una pipa y un recuerdo más allá del mar
Me miró a los ojos e hizo un gesto melancólico de despedida, como si supiera que esa sería la última ocasión en la que nos veríamos; al menos en esta vida. Caminó hacia el mar; había dado una gran batalla. Tenía pronosticados siete días más de vida, si es que se mantenía postrado en una cama, conectado a un respirador y sin poder observar por última vez, el bello atardecer. Me dejó encargado de su funeral, cremación; y de informarles a sus familiares con las palabras que él dejó escritas en una servilleta; en alguna de las muchas visitas al hospital que le hice. La servilleta decía literalmente lo siguiente: “Lamento informarle del sensible fallecimiento de Sigfrido Galiástegui, por favor no tenga usted el descaro de venir a visitarlo ahora que ha muerto, cuando hace años lo hubiera podido hacer, cuando él estaba con vida.” Me habían encomendado una tarea que no quería aceptar, pero al final tuve que hacerla como un favor hacia un hombre cuya pintoresca y singular forma de ser, y sus únicos y sabios consejos, habían hecho de mí una mejor persona. Aún recuerdo cuando lo conocí, tenía yo diecisiete años, y era un ·cachimbo· de la Universidad Católica; él en ese entonces dictaba clases de Historia en los Estudios Generales de Letras y por extraña coincidencia le tocó enseñarme a mí.
En aquel tiempo yo era lo que se llama ·el chacota· de la clase y más de una vez fui retirado del aula. Nunca imaginé que ese profesor, que me sacaba del aula , llegaría a ser el mejor amigo que jamás había tenido. El licenciado Galiástegui, como lo conocí, nunca decía su nombre, al parecer lo detestaba; se hacía llamar, licenciado; recién ahora que escribo esto me doy cuenta porque odiaba su nombre. Yo era el más movido del grupo, el que más bajas notas tenía, el que estaba en la universidad casi por obligación, y por supuesto, el que iba a todas y cada una de las fiestas a romper la pista de baile, conquistando a chicas de un noche, y besando a desconocidas. La verdad es que yo era el perfecto chico de diecisiete años, desinteresado e inmaduro y que en lo único que pensaba era en discotecas, mujeres y por supuesto alcohol.
Mis padres nunca mostraron ese agudo interés que normalmente un padre siente por sus hijos, estaban tan ensimismados por la llegada del tercer hijo después de dieciséis años y que toda cosa que yo hiciera era transparente para ellos. Mi hermanos menor, era el clásico músico de quinto de secundaria, que no sabía qué estudiar y que a lo mejor optaría por entrar al conservatorio musical. Cierta vez fui con él a una fiesta, pero el solo hecho de tener que beber alcohol para ·empilarse·, le desagrado. Y desde esa vez no volví a ir con él a ninguna fiesta.
Yo solía ir a la universidad en un carro, para ese entonces viejo, que mi padre me había regalado al ingresar a la universidad, era un Toyota del año 1992. En aquel auto había vivido las mejores fiestas de mi vida, me arrepiento de decir que muchas veces manejé en estado etílico a altas horas de la noche por la panamericana sur, luego de cada fiestón en boulevard de Asia. Aún sigo manejando mi fiel Toyota, para ir a mi centro de estudios, a través del circuito de playas, observando el mar, aquel lugar donde ahora el profesor pertenece, y en el que algún día nos volveremos a encontrar.
Me acuerdo como si fuera ayer, de mi graduación, en la que todos mis ·patas del alma·, que vivieron conmigo la etapa escolar, quedaron en llamarme al menos una vez al mes para revivir buenos momentos que ahora se ven tan lejanos, como es de suponer nunca lo hicieron, y yo tampoco lo hice; no nos hemos visto en cinco años. Cuando recién ingrese a la universidad mis compañeros de clase me raparon y me volví un popular ·cachimbo·. Normalmente mis notas en el colegio eran regulares, pero con la exigencia de la universidad y mi ya conocida irresponsabilidad, bajé mi promedio drásticamente, aprobando, eso sí, con mínima nota aprobatoria, la mayoría de los cursos y los que nos los desaprobaba. En ese entonces el curso que más detestaba era por supuesto matemáticas; sin embargo el curso más aburrido era historia con el licenciado Galiástegui. Sus charlas filosóficas sobre como Alejandro Magno conquistó a los persas o sobre como Nerón mandó a incendiar Roma; eran para mí verdaderamente inaguantables. Debe ser por ello, que yo me la pasaba conversando, bromeando y hasta riendo a carcajadas en la mayoría de sus clases; esto hacía que el profesor Galiástegui se enfadara, y me sacara de sus clases. A lo largo de aquel año nuestra relación fue del mal en peor. En ciertas ocasiones lo enervaba tanto, que simple y llanamente no dejaba que entrara a sus clases, y por consecuencia, me reprobaba.
Aún me acuerdo de aquella noche en la que empecé a abrir los ojos y en la que me di cuenta del poco valor de las personas con las que solía juntarme; y por la que también valoré cada una de las cosas que tenía y las muchas que había perdido por mi comportamiento. Pero, ¿qué fue lo que sucedió?, era un viernes trece, lo recuerdo bien, y estaba de fiesta de una discoteca en la calle Berlín, en Miraflores. Bailaba como siempre, divirtiéndome con una bella chica de ojos verdes que me mintió diciéndome que estaba sola, yo, confiado en sus palabras; seguí bailando muy cerca a ella cuando me atreví y la besé. Ella me apartó al instante, reclamando mi atrevimiento; a lo lejos a través de las luces entrecortadas apareció un hombre alto, fornido, con una pinta de matón y cara de estar molesto; era su novio. Al enterarse de lo sucedido me propinó tal paliza, que el solo hecho de describirla es doloroso. Bastará con decir que atravesé, rompiendo la puerta de vidrio y aterricé en el pavimento de la fría calle en medio de la penumbra. Tenía varias contusiones y raspones, producto de la golpiza; sentía que el rostro ya se me estaba hinchando, cuando a lo lejos divisé la silueta de un hombre flaco de unos cincuenta años que vestía una chaqueta negra y que venía fumando una pipa. Al aproximarse, me di cuenta con asombro que era nada menos que el licenciado Galiástegui. Se acercó a mí, yo estaba apoyado en la pared, con todo el cuerpo lastimado. Me preguntó que me había pasado; yo adolorido le expliqué lo sucedido y él, noblemente, me ayudó a ponerme de pie. Me llevó a su departamento que estaba por allí cerca y me limpió las heridas. Me di cuenta de que ninguna de mis ·amigos· habían acudido a mi ayuda, y quien menos esperé que me ayudaría lo terminó haciendo. Esa noche charlamos de todo, me enteré de su nombre, del porque enseñaba historia; y lo más importante desde esa noche le prometí y me prometí cambiar.
A esa charla, le siguieron muchas otras, en las que me contaba anécdotas, todas y cada una de ellas con una lección o enseñanza. Me sugirió, además, que no fumara nunca, que de ese vicio era muy difícil salir y que lo único que acarraría sería la vaga y temporal satisfacción que el aspirar tabaco daba. Me dijo, también, que él fumaba en pipa porque los cigarrillos le parecían demasiado temporales, demasiado comunes , en cambio, su fiel pipa llevaba ya con él más de cuarenta años, y junto a ella aspiraba asperezas y se aislaba de la realidad para componer sus versos. Los tenía todos bajo llave en un cajón de su despacho. Escribía contra la realidad, contra la injusticia, y contra los mal llamados ·amigos· que lo único que hacían era llevar a uno por el mal camino, y terminar hundiéndolo en un abismo del que era imposible escapar. Cierta vez le noté, ciertas manchas en el brazo, pero no le comenté nada acerca de ella pues no quería incomodarlo. Lo que si le sugerí fue que publicara sus versos, esos que escribía; a lo que él rotundamente se negó diciéndome que aquellos versos eran su único tesoro y que perderlos sería como perder a un hijo. En cierta forma recién ahora que escribo esto me doy cuenta que estaba en lo cierto.
Me convertí en un alumno aplicado, cambié las fiestas, por las lecturas, cambié la diversión por el estudio, por el cual descubrí que a largo plazo da más satisfacciones que el primero; cambié también a las chicas fáciles, por los compromisos serios, y a los ·amigos·, por las verdaderas amistades como la que sembré con Sigfrido Galiástegui. A propósito de su nombre, cierta vez me mencionó que se llamaba como su padre y el día de ayer en el funeral, me enteré que su madre lo crió sola, por lo que no me sorprendería que su padre haya sido el motivo por el cual el licenciado rechazaba tanto a las personas que elegían el camino fácil y que lo único que hacían bien era llevar a más gente por el mal camino.
Cuando me enteré de su enfermedad, ya que el hecho de que estuviera vivo, era un milagro médico, le habían dicho que tendría dos semanas más de vida, una para despedirse de la vida y la otra para hacer experimentos de células madre, en un estado de coma inducido. Fui a visitarlo al hospital con lágrimas en los ojos; al verme me dijo que no había que llorar, que luego de su partida, nos volveríamos a encontrar en el limbo que los católicos llaman cielo, y los budistas nirvana.
Esa semana siguió dando clases en la universidad haciendo caso omiso a las indicaciones de descanso extremo dadas por el médico. Su estado ya era penoso, había adelgazado aún más de lo que ya era y tenía la piel pegada al hueso, por la que se le escurrían una que otra vena delgada. Para el día viernes, ya tenía constantes desmayos, el sábado descansó, pues el domingo emprendería su última travesía que llevaría a cabo el domingo al atardecer. Fue este día cuando me dejó a cargo de su funeral y posterior cremación, para esta, pidió ser incinerado junto con sus versos, su más preciado tesoro y me pidió que lo acompañara a emprender su última travesía y que cumpliera su último deseo arrojando sus cenizas al mar junto con su fiel pipa. Me explico con voz tenue, que su travesía consistía en caminar descalzo por la arena de una playa, con la camisa desabotonada y llegar lo más cerca posible a la orilla para exhalar su último aliento sintiendo la suave brisa marina humedeciendo su rostro.
El domingo al mediodía lo lleve a la playa, se bajo del coche dándome un abrazo, diciéndome que era uno en un millón los que se salvaban del abismo, y que yo era uno de ellos. Se quitó los zapatos y empezó su último caminar. Ya casi llegando a su meta, volteó, me miró a los ojos y me hizo un gesto melancólico de despedida como si supiera acaso que esa sería la última vez que nos veríamos. Siguió caminando hacia su inminente destino. Llegó a la orilla y expiró, al mismo tiempo que el sol se escondía debajo del mar, y el mundo se privaba para siempre de la luz de Sigfrido Galiástegui.
Lima, 23 de Noviembre
Thiago Zaramir
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